La propuesta consistía en considerar eso. Previamente había habido no menos de una hora de charla y, a
lo largo del mes, las dos maestras involucradas habían trabajado con los chicos (12 años, dos 7º grados). Se trataba de la misma escuela donde
hace unos años, otra maestra
abordaba la cuestión de la identidad en relación a la lucha de Abuelas de
Plaza de Mayo. Si bien existe, en Argentina, una ley que propicia estos
abordajes, si bien muchas escuelas los trabajan, esta escuela se distingue en
el énfasis que le pone a estas cuestiones (dictadura, democracia, derechos)
pero también –y sobre todo– en la importancia que le otorga, sea cual sea el
tema, a la reflexión propia. Al hecho de que los chicos puedan desarrollar une
reflexión propia. Por ende, el camino consiste siempre en brindar las
herramientas para lograrlo.
Eso era una hoja. Así dijeron. Una hoja
escrita. Un texto. Pero inmediatamente una chica acotó: “Pablo Neruda” Y
otra: “¿le robaste un poema a Pablo Neruda?”. Respuesta: “No, no... no se lo robé...
se lo pedí prestado”. La poesía censurada había sido uno de los ejes elegido por
las maestras. En actividades anteriores se había hablado de lo que fueron las
dictaduras en América Latina durante la segunda mitad del siglo XX, de lo que
ocurría con anterioridad en estos países, de la revolución cubana, de las
distintas formas que tomaban los deseos de transformación. Pero el eje poético
les había permitido a los jóvenes, muy jóvenes estudiantes, adentrarse en algunos
itinerarios y en la poesía misma, leyendo textos fundamentales de nuestra
cultura latinoamericana. De ahí también que nadie estuviera sorprendido de que eso fuera un poema de Neruda.
Se trataba en ese momento de graficar una idea. De activar
una idea, se podría decir. Se les pidió a los presentes que usaran su
imaginación y pensaran que ese texto podía ser asimilado a un proyecto, a un
trabajo hecho en común. (El argumento no parecía del todo descabellado teniendo
en cuenta que un texto siempre implica a más de una persona. Como mínimo el autor
espera que su texto sea leído, pero además, un texto suele nombrar a
otros. Por otra parte, se hizo mención al último cuento escrito por Rodolfo
Walsh, cuento que fue robado y corrió la misma suerte que su autor: “Juan se iba por el
río”. Cuento que no podemos leer, que nos fue arrebatado a todos, nosotros,
sus posibles lectores). Pero, decíamos: eso
estaba ahí, eso encarnaba un proyecto.
Uno podía imaginar que la hoja era una historia; la historia que muchas
personas estaban haciendo juntas. “¿Y qué ocurre cuando se producen golpes de
Estado? ¿Cuándo hay dictaduras?”. Esto.
La hoja fue rota en pedacitos.
Hubo un momento de sorpresa. De alboroto. Luego los pedacitos
fueron distribuidos. Cosa notable: muchas manos se alzaron para tomar el suyo. A
medida que se distribuían los papeles, se iba acotando: “este se fue a México”,
“este a España”, “este a Francia”, “este de acá se fue preso”, “este otro se
encerró en su casa porque tenía miedo”. Los pedacitos corrían la suerte del dueño
y/o eran asimilados a personas. Todos quedaban dispersos. Separados unos de
otros. Se les pidió a los chicos que leyeran su pedacito. Esa lectura dejó
bastante que desear… Y claro… Uno lo dijo: “¿no era más fácil leerlo de entrada?”. La misma niña que había mencionado el robo, con expresión muy pícara y muy dulce, quiso saber: “¿Y ahora? ¿Cómo le
devolves el poema a Neruda?”.
En efecto. ¿Cómo? Una vez que estuvo probado que ninguno de
esos papeles podía decir algo, la propuesta consistió en reunir lo disperso. Se
juntaron los pedacitos. Un grupo de voluntarios se tiró al piso. Y ahí sucedió
algo digno de ser registrado.
Con seriedad, incluso con gravedad, los chicos que se sintieron
convocados por la tarea que se les proponía, unieron sus esfuerzos para
ensamblar los pedazos. Lo hicieron poniendo todo su cuerpo a disposición. No
solamente sus ojos, sus manos, sus deditos apoyados en tal o cual parte, sino
también su inteligencia, y algo más, su meticulosidad: acá, una niña ponía el
dedo en la mitad de una palabra, mientras que un compañero arrimaba la otra
mitad y un tercero la cinta scotch; más allá, la escena se repetía porque entendieron,
sin que nadie les dijera nada, que tenían que repartirse las tareas, rearmar la
hoja por partes y luego… unir las partes… Probablemente, un equipo de
cirujanos no tiene mayor seriedad frente a una mesa de operaciones. Ellos
estaban ahí, entregados a su tarea, jugando el juego con un compromiso total,
radical. De vez en cuando se escuchaba: “¡cuidado!” o “¡espera!” Esto en el
momento fatal en que la cinta scotch iba a pegar los pedazos. Según su
criterio, un criterio que establecieron ahí, en plena acción, no había que
dejar un solo espacio en blanco. Una niña comentó en voz alta: “Esto me recuerda
un poema de Juan Gelman”. “Cierto” dijo un compañero (el lector que no conozca el poema
que los niños tenían en mente, búsquelo, encuéntrelo, Nota XII o los sueños
rotos por la realidad).
Con sorpresa se descubrió en determinado momento que quedaba
un hueco. Faltaba una palabra. Nuevo alboroto. Se la buscó, no se encontró. De
todas formas, se podía leer. En eso estaban cuando –no se supo bien cómo– la
palabra faltante apareció. Y es así como el poema reconstruido colectivamente
pudo ser leído.
Posdata. Querido Pablo
Neruda: Te devuelvo el poema que te pedí prestado y te agradezco que lo hayas
escrito. Verás que el papel está todo arrugado y que parece haber sobrevivido a
una guerra. Sin embargo, te lo devuelvo más hermoso porque ahora tiene las
huellas de varios niños que pusieron todo lo que tenían al alcance de su mano para
unir, para reunir y para encontrarle un sentido… a lo dicho y hecho.
AGC
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