Historia de un libro
prohibido
A Gabriela Pesclevi
Había una vez un libro
que vivía feliz en una pequeña, muy pequeña biblioteca, ubicada en el cuarto de
Paula y Juan. Era un libro alegre, simpático, de hacer amigos. Además de muy
jovencito por ser un libro recién escrito, de páginas blancas y tinta fresca.
Por eso, no había tomado todavía ese perfume que tienen los libros viejos, de
páginas amarillas, que también los había en la pequeña biblioteca de Paula y
Juan.
“El Mensajero”, que así se llamaba…” |
Todas las noches,
después de la hora del cuento, cuando los chicos estaban dormidos, “El Mensajero”,
que así se llamaba este libro, se juntaba con otros libros para charlar un
ratito. Era común verlo con “El Diccionario”, un libro grueso, bien educado,
aunque un poco –apenitas– fanfarrón… porque era el único libro que conocía
todas las palabras. También solía juntarse con “La R”, un libro nacido en otro
país y que había viajado muchísimo. Aunque este libro, al igual que los demás,
tenía una tapa, un nombre y esas cosas, nadie lo llamaba por su nombre sino “La
R” porque hablaba raro. ¡Rarísimo! O más bien: rrarrrrísimo (porque no le salía
muy bien eso de pronunciar las R).
Quizás
fue porque los libros vivían felices…
Quizás
porque las ventanas del cuarto daban al jardín…
Quizás
porque no se escuchaban los ruidos de la calle…
Quizás
porque hubo vacaciones de invierno…
Quizás
porque la abuela invitó a Paula y Juan…
El asunto es que un día,
en que no estaban los chicos, pasó una cosa tremenda. Una cosa tan pero tan tremenda,
tan inesperada, tan extraña, tan verdaderamente sorprendente, que casi no
parecía cierta. Y tan es así que durante mucho, mucho tiempo, ninguno de los
libros de Paula y Juan se atrevió a contarla para que nadie anduviera diciendo
que eso… era puro cuento…
Fue más o menos así.
Era la hora de la
siesta. Todo estaba tranquilo. “La R” le estaba contando a su amigo “El
Mensajero” lo lindo que era trabajar como piloto de la Aeropostal (una compañía
de aviones especializada en el transporte de cartas*), cuando de golpe y como a
los tumbos, se abrió la puerta del cuarto.
Era común verlo con “El Diccionario”… |
La madre de los chicos
entró. Se fue derechito a la pequeña biblioteca, interrumpió a los amigos en
plena conversación y se los llevó (¡a los dos!) sin escuchar protestas. “El
Mensajero” creyó escuchar la palabra decreto*. “La R” intentó replicar:
“¿decreto? ¿qué decreto?”. “El Diccionario” quiso ayudar, pensando que “La R”
tampoco conocía la palabra. Pero el Libro del cuerpo humano le tapó la boca y
no se supo más.
Los libros fueron a
parar a la cocina donde había otros libros esperando en la mesa. Todos serios,
todos con las mismas caras de asustados.
–¿Qué
pasa, compañerroos? –preguntó entonces “La R”.
–Nos
prohibieron –dijo en tono grave, un libro de tapa dura.
–¡La
pucha! ¿Otra vez, Federico?
–Otra
vez.
–“La
R…” –interrumpió “El Mensajero”, casi en un susurro, ¿qué quiere decir
prohibieron?
–Ay
muchacho, este es un cuento de nunca acabar… prohibieron viene de prohibir,
quiere decir que algo NO se puede hacer. En este caso, ya no te pueden leer.
–¿Cómo
es eso?
–Significa
que Paula y Juan no te pueden leer más.
–Pero,
¿por qué?
–Porque
otros… te consideran pel…
“La R” hubiera seguido
con sus explicaciones si no fuera porque en ese momento la madre los tomó y los
envolvió en papeles de diario. Primero un papel. Luego otro. Y otro, y otro, y
otro. Cuando todos los paquetes, que eran muchos, estuvieron armados, los llevó
hasta el jardín, donde el padre estaba haciendo un agujero, igualito al agujero
por el que se había caído esa atolondrada de Alicia en el país de las
maravillas.
No hubo tiempo de nada.
De buenas a primeras, los libros prohibidos se fueron por el túnel del jardín.
–¡Aaaaaaahhhh!!!
– gritaron algunos.
–¡¡¡Yujujuuuuu!
–gritaron otros. Porque no faltó el que se aprovechó de que nadie lo estuviera
mirando para divertirse un rato.
Plup, plup, plup. Uno
tras otro fueron tocando tierra firme. Hubo paquetes que se abrieron en la
caída, y los libros quedaron abiertos y estuvieron un rato contándose las
páginas para verificar que no faltara ninguna. Algunos quedaron bocabajo, otros
medio torcidos. Los libros que todavía estaban en sus paquetes fueron soltando
las cintas, sacando los papeles de diario, y entonces se dieron cuenta de que
no estaban solos… Aunque el lugar era oscuro, vieron que alrededor, y más allá,
y más allá, había libros… otros libros… Eran los libros prohibidos de toodaaa
la ciudad…
Los libros de la casa
de Paula y Juan se quedaron quietitos, apretaditos. Luego, en medio de la
penumbra, hubo miradas de complicidad, una que otra sonrisa, hasta que uno de
los libros de no se sabe qué casa, un libro bastante gordo y viejo, dio un paso
adelante y estiró los brazos en gesto de amistad. Discretamente, “El Mensajero”
le dio un empujoncito a “la R” para ver si se animaba… Pero no fue “la R”, sino
el libro al que llamaban Federico, el que se adelantó y le dio al libro viejo
un gran abrazo.
Entonces, todos los
libros de la casa de Paula y Juan se adelantaron y saludaron a los otros. Fueron
momentos de gran emoción. Algunos lloraban. Otros reían. También había libros
desubicados que correteaban por todas partes. Y así fue como los libros de
Paula y Juan se instalaron en la guarida de los libros prohibidos.
Al principio, los
libros se juntaban para intercambiar información. Rápidamente se supo que no
había un solo túnel sino que cada casa tenía su propio túnel para esconder los
libros que corrían peligro. Todos esos túneles desembocaban en la misma
guarida. También se supo que no era la primera vez que esto sucedía, que ya en
tiempos remotos…
Al “Mensajero” esto le
parecía muy triste. Sentía ganas de llorar. Sobre todo cuando se acordaba de
Juan, que era el más chiquito, y ni siquiera sabía leer, y se lo pasaba
sacudiéndolo como si, en vez de libro, hubiera sido un sonajero o como si se
hubiera olvidado una bolita o alguna cosita entre las páginas... ¿Y qué le
leerían ahora? ¿Caperucita Roja? ¡Ufa!
Ahí vinieron los
suspiros, las quejas.
Que
adónde se ha visto un libro sin lector…
Que
un libro sin lector es como un pájaro que no canta…
Una
noche sin estrellas…
Un
cumpleaños sin cumpleañero…
Pasaron los días, las
semanas. Luego vino el aburrimiento, los bostezos. Algunos libros jugaban al
truco. “El Mensajero”, que nunca había aprendido, aprendió. Le enseñó el libro
viejo. También hubo intentos de fuga. Pero era inútil.
–Los libros no pueden
liberarse solos –les dijo el mismo libro viejo, que era también el más sabio–, solo
pueden ser liberados por sus lectores.
Y a eso se dedicaron también,
a contarse unos a otros quiénes eran sus lectores. Así pasaron los meses, los
años.
“El
Mensajero”, que nunca había aprendido, aprendió.
Le
enseñó el libro más viejo…
|
Los libros se fueron
llenando de polvo, y hasta “El Mensajero”, siendo tan joven, fue cambiando sus
colores y tomando olor a libro antiguo.
Hasta que un día… como
si un montón de luciérnagas hubieran entrado en la guarida… o como si todas las
madres del mundo y todos los padres del mundo hubieran abierto las cortinas del
cuarto donde dormían sus hijos… se hizo la luz.
–¡Hurraaaaa…….!!! – se
escuchó por todas partes.
–A sus puestos. Todos
en fila. ¡Una fila por casa! – clamó “La R”.
El libro viejo, ahora
más viejo, se despidió de Federico con voz muy suave y algo temblorosa: “hasta
la próxima, compañero.”
“La R” organizó a los
libros de la casa de Paula y Juan. Ni bien estuvieron listos, le hizo una seña
al “Mensajero” para que se ubicara primero. Con un inmenso orgullo, el
“Mensajero” encabezó la fila que fue subiendo por el mismo túnel por donde
habían venido, ahora alumbrado por velitas, y hasta con escaleras.
Allá a lo lejos, se
oían voces de niños. ¿Paula y Juan? ¡Paula y Juan! Aunque eso no era posible, había
pasado mucho tiempo… Mumm… ¿Serían otros niños? ¿Cómo saberlo?
“El Mensajero” dudó. Luego,
con una inmensa sonrisa, avanzó.
Ilustraciones:
Azul Cedrón
Texto: Antonia
García Castro y Azul Cedrón
*
Aporte del Diccionario:
DECRETO:
decisión que toman las personas grandes y que no se puede discutir (algo así
como tomar la sopa o lavarse los dientes antes de dormir). Habitualmente esas
decisiones se ponen por escrito y se publican para que todos las conozcan.
CARTA:
palabras escritas en papel, antiguamente se usaba como medio de comunicación
entre personas que se amaban y vivían lejos. Las cartas se doblaban y guardaban
en un sobre. El viaje de un país a otro lo hacían en tren, en barco o en avión.